Se edita “Claraboya”. Es el primer libro de Saramago

on martes, 12 de junio de 2012

“Claraboya” es el primer libro de Saramago, que tras un largo periplo de ausencia se edita por primera vez. De un estilo contenido, ya deja entrever sus grandes temas.

Claraboya es la primera novela de Saramago: rechazada por las editoriales en su momento (ni siquiera le contestaron), “perdida” después en los depósitos de esas editoriales, recuperada y guardada por el autor, que se negó a publicarla cuando ya era famoso y la editorial se retractó. Pilar del Río, su mujer y traductora al castellano, cuenta el episodio en su prólogo, “El libro perdido y hallado en el tiempo”, en el que explica sus sentimientos cuando la leyó. “Es verdad que (Saramago) murió y ya no está”, dice, “pero, de pronto, donde Claraboya ha sido publicada… (se siente) que Saramago ha vuelto a publicar un libro”. La conmoción de volver a ponerse en contacto con la voz intensa del escritor se refleja en las palabras de su viuda y le da un sentido diferente a la lectura de Claraboya.

Los lectores de Saramago sienten exactamente eso: que esta novela es un reencuentro. Ahí están muchos de los rasgos reconocibles de El evangelio según Jesucristo, Memorial del convento, Ensayo sobre la ceguera, Historia del cerco de Lisboa, El viaje del elefante (la lista es mucho más larga, estos son mis preferidos personales): los personajes de pueblo; las mezquindades de la vida; las grietas abiertas entre hombres y mujeres y entre clases sociales; los mecanismos brutales y terribles del poder; la sumisión y la crueldad; la bondad y el amor (todos los tipos de amor, no solamente el de pareja) como única salida; la necesidad absoluta de ver a los Otros y de luchar por ellos si se quiere ser verdaderamente humano.

La casa grande

Como Historia del cerco de Lisboa o, en otro sentido, Ensayo sobre la ceguera, esta novela cuenta una historia chiquita que, además, es claramente coral. El hilo narrativo pasa de personaje en personaje dentro del escenario de un edificio de medio pelo que habitan mujeres y hombres con “tareas de vida pequeñita, de vida sin ventanas en el horizonte”. Saramago explora el sentido de esas vidas, que se resumen en “el pasado para recordar, el presente para vivir, el futuro para recelar”. Ninguno de los personajes tiene mucho que esperar de lo que vendrá. El edificio es un microcosmos que pinta el panorama de la clase media y media baja en el Portugal de esa época. Hay matrimonios que se llevan bien (son un ejemplo) y matrimonios hundidos en la violencia; jóvenes que empiezan a salir adelante y jóvenes que no van a ninguna parte; mujeres, la mayoría maltratadas y dominadas, muchas, compradas por el sistema y el dinero; viejos que siguen peleando por los suyos como pueden; familias venidas a menos y también solitarios que creen ser independientes. Todas estas historias se tocan, se unen y se dejan unas a otras por los pasillos del consorcio. En conjunto, muestran un Portugal hundido en la represión, seco, casi muerto (como me lo describió Saramago mucho más adelante en una entrevista para el suplemento Cultura y Nación).

Los temas principales son los mismos que aparecen en muchas de sus obras posteriores: el poder en todas sus formas; la resistencia y las dudas; el dinero; el amor humano en todas sus facetas. Llama la atención que, a pesar de su juventud (entonces, tenía menos de treinta años), Saramago fuera capaz de crear personajes de todas las edades con una sabiduría y un realismo asombrosos y se atreviera a ponerlos unos frente a los otros para mostrar las consecuencias del paso de los años.

Más que eso: la parte filosófica de Claraboya se concentra en los tres capítulos (21, 26 y 35) en que Abel, el joven inquilino, habla con el dueño de casa, Silvestre, que es un anciano. Silvestre es el típico personaje positivo de Saramago: un hombre sabio y bueno y, en este caso, viejo, que sabe que no se debe vivir con la cabeza puesta en el dinero ni en uno mismo, que es necesario ser “útil” a otros; un hombre que en su juventud luchó por sus ideas (“un comunista hormonal”, como Saramago se definió a sí mismo una vez) y que sigue creyendo en ellas aunque ya no haga nada. Abel, en cambio, es un joven desencantado, que vive alejado del sistema y del mundo y volcado sobre sí mismo. Las charlas de ambos parecen el desarrollo de una de las frases famosas de Saramago: “Ni la juventud sabe lo que puede ni la vejez puede lo que sabe”. La conclusión, la da Silvestre (aunque Abel no se convenza): “La vida”, dice el zapatero, “debe ser interesada. Presenciar no es nada. Presenciar es estar muerto”.

Cualquiera que haya leído los libros posteriores de Saramago reconoce el mensaje. Lo que separa a Claraboya de esos libros es el “estilo”, para usar una palabra clara que se usa poco. En esta novela, no existe todavía la voz fundamental del autor portugués: ni esa oración larga, compleja, enredada, que él aconsejaba decir en voz alta para entender, ni ese narrador especial que él definía como “yo mismo” a pesar de los críticos que, desde el estructuralismo, declararon la muerte del autor. Y lo que emociona en el libro es justamente eso: la posibilidad de leer a un Saramago que todavía no había encontrado sus mejores herramientas y descubrir que, aún sin ellas, ya era él mismo.

Fuente: Revista Ñ

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